domingo, 20 de junio de 2010

Feliz día del Padre, Tincho...


http://zonaliteratura.com.ar/?page_id=895

Veamos, una o dos veces a la semana Ortega me venía a buscar a mi trabajo a eso de las 18.00, de ahí íbamos al trabajo de Tincho, lo saludábamos, nos daba las llaves de su casa, juntábamos la poca guita que teníamos y armábamos el menú: vino, alfajores y fideos, en ese orden. Después, con Ortega, nos íbamos a San Telmo, donde Tincho tenía su casa, y luedo de acomodar, más o menos, jugábamos con Inés (la gata Jedi) y nos fumábamos uno... El vino que comprábamos era... no me acuerdo el nombre, pero sí sé que nos comprábamos dos botellas de litro y cuarto y muchos pero muchos alfajores.
Más tarde Tincho llegaba, nos poníamos medio al día de nuestras vidas raskolnikeanas y seguíamos fumando y bebíamos vino... Mucho vino.
Esa noche estábamos de un excelente humor, hacíamos chistes, nos reíamos muchísimo, escuchábamos Quarashi y Estopa y Pequeña Orquesta Reincidentes. Todo lo demás, lo que estaba afuera y al otro día volvería a engullirnos nos importaba un carajo. Lo pasábamos realmente bien. Era nuestro único momento de la semana que, de verdad, éramos felices.
Planeábamos cómo volver a hacer radio, o de qué modo volver a hacer algo además de no hacer nada... tirábamos líneas para guiones, presentaciones o lo que sea. Nuestras vidas, en ese momento, daban asco. Siempre la misma ropa, o alguna camisa nueva de segunda mano. Algún libro nuevo, de segunda mano... Y juntarnos a recordar idioteces como las que ya les he contado antes.
Pero repito eso de que nuestras vidas daban asco. Cada uno por su lado estaba teniendo una vida de mierda. Salud, enfermedades, vacío existencial, malas mujeres o locas, poca guita... no pegábamos una.
Nuestras vidas daban asco, no hacía falta emborracharse para estar arrastrados.
Pero esa noche estábamos bien, sabiendo que cada uno tenía lo más importante: a los dos mejores amigos que nadie puede tener.
En el salón de Tincho (de donde salió un cuento mío que ganó un concurso para ideas de guiones de la Universidad de La Plata, premio que nunca cobré) había una suerte de modulares, estanterías, empotradas en la pared, que eran como esos muebles que forman parte de la casa, como cuartos aparte. Pequeñas puertas de un tamaño considerable, este mueble (todo en uno) además de biblioteca con centenares de libros (muchos robados) tenía justo en el medio, y en la parte más alta, una puerta de un metro de alto por uno de ancho. Cabía una persona.
Esa noche estábamos bien... y cuando yo estoy de buen humor, borracho y rompebolas, suelo aliarme con Ortega para romperle las pelotas a Tincho hasta el punto de exasperarlo y arrancarle improperios irrepetibles. Tanto le hinchamos las bolas que, para relajarse, decidió ponerse a cocinar solo, mientras Ortega y yo seguíamos pelotudeando como nenes de 5 años lobotomizados.

Ortega tiene una cantidad de habilidades que son inútiles pero graciosas: una de ellas, por ejemplo, es marcar su celular (móvil) con los dedos de los pies... Otra es treparse por cualquier sitio y esconderse en lugares que ni a un puto gato se le ocurriría. Una vez, incluso, cuenta la leyenda, bajó desde un décimo piso trepado por los balcones...
En resumen que, para seguir rompiendo las bolas de Tincho, Ortega se trepó a este mueble y se encerró. Sí, la altura no era de diez pisos, pero sus dos metros no se los quita nadie, y en el estado que estábamos, si se caía se partía la columna, y hasta que llamáramos a Urgencias, tendríamos que controlar el ataque de risa... o sea muerte segura.
De eso va esta historia.
Ortega se escondió, yo fui a la cocina, que se comunicaba el salón, abrí la puerta y le dije:
-Tincho, encontralo a Ortega...

Tincho se mesó la barbilla... y, con pedazo de humareda en la cabeza, comenzó a dar vueltas por la casa... buscando por todos los rincones habidos y por haber... Cabe decir que Inés iba detrás de Tincho maullando mientras yo no dejaba de beber vino y reír como una hiena...
En ese momento, Tincho se para en la mitad del salón, mirá hacia este mueble, a la parte más alta y, de un modo en que sólo Tincho sabe hacerlo, comenzó a decir:
-No, no, no, no puede ser que esté metido ahí...

Entonces Ortega abrió la puerta de este mueble y riendo con esa maldad de una broma estúpida bien hecha, se bajó, sin romperse un hueso...
Nos relajamos, hablamos un poco de nada, y Tincho, mientras intentaba hacer una salsa para ponerle onda a los fideos, no dejaba de repetir cada 5 segundos:

-No, no, no, no puede ser que esté metido ahí...

Yo me apoyé en el marco de la puerta, Ortega detrás de mí, con la mano en el picaporte que se abría hacia la cocina. Y Tincho que repetía:
-No, no, no, no puede ser que esté metido ahí...

Entonces ocurrió.
Nunca vamos a saber por qué, yo sólamente vi fuego a la altura de la cara de Tincho.
Tal vez hubiera sido que los dos minutos que pensamos que había durado todo esto, en verdad, había sido casi media hora y la sartén estaba en el fuego. Tal vez un poco de gas. No sé, el tema es que de pronto, mientras Tincho intentaba fritar algo, tomó la sartén por el mango (comete esa) y salió hacia el techo una llamarda increíble.
Lo próximo que veo es la puerta cerrarse en mi cara y oigo un golpe contra la canilla; y el grito de Tincho "¡A la mierda!" Y Ortega que, pálido como la luna de marzo sobre el río, que espera unos 5 segundos y abre la puerta y dice:
-Tincho, ¿estás bien?

Estábamos paralizados y sobrios de repente. Tincho dijo que sí, que no sabía qué había pasado. Que menos mal que no se prendió fuego la cocina, que no sé qué y Ortega diciéndole que era un boludo por algo.
Nos vamos los tres al salón, y mientras sólo se oían nuestros latidos, Tincho pone los brazos en jarra y dice:
-¡Hijos de puta! cerraron la puerta. O sea que si explotaba me moría yo solo.
A lo que Ortega replicó:
-Bueno, boludo, me asusté... por el Turko, con la barba y el pelo...
-No, hijo de puta, me dejaron solo. Casi me muero y ustedes cerraron la puerta... Ortega, sos un reverendo hijo de puta!
-Y vos sos un boludo, ahora nos quedamos sin cena...

Nos quedamos en silencio, mirándonos fijo... y comenzamos a reírnos como tres boludazos renacidos.
Nos sentamos en el suelo, bebimos más vino como agua, terminamos los porros que quedaban y repartimos los 10 alfajores entre los tres... nos cagamos de hambre e Inés no volvió a aparecer en toda la noche.

Nuestras vidas daban asco... cabía la posibilidad de que no tuviéramos un buen futuro, pero estábamos juntos y sabíamos que algo bueno, al final, nos pasaría.
Y así es.
Igual, desde esa noche, comenzamos a comprar pizzas y empanadas.
Ahora que estamos los tres en distintos puntos del mapa, un montón de años después, seguro que, cada vez que nos acordamos de esto, nos sentimos un poco menos lejos.
Feliz primer día del Padre, Tincho... pensar que casi no lo lográs por esos fideos roñosos que nos morfábamos a las 4 de la mañana en San Telmo.

No hay comentarios: